El coche con su aparición presumía y vendía libertad individual y cambio social. Voy a construir un coche para el pueblo, el automóvil universal, gritaba H. Ford. Y aquel invento que soñaba con reconfigurar realidades y ciudades para convertirlas en el paradigma de lo deseable, no tardo en convertirse en pesadilla.
En la actualidad el coche precisa de infraestructuras colectivas -financiadas públicamente- para un uso no esporádico de un porcentaje pequeño de la población. Ha fomentado además una deslocalización o mala accesibilidad que solo garantiza las infraestructuras para la conexión con los grandes centros de producción y consumo, pero permite que estos se establezcan solo, de acuerdo, a una lógica de precios de suelo y no de necesidad social. Es la sociedad la que gracias al coche deberá desplazarse para acudir a las nuevas ciudades de negocios, ocio y trabajo, perdiendo para ello casi tres horas al día en ciudades como San Pablo, consumiendo recursos y energía y generando una enorme cantidad de residuos.
Es especialmente relevante también el caso de China, donde el abandono de la bicicleta ha conducido al atasco perpetuo en los veinte carriles de las autopistas del sur de Julio Cortázar, pero ¿qué ocurrirá cuando un nuevo medio de transporte vacíe carreteras y autopistas? ¿Cuál es el futuro de esas entonces obsoletas infraestructuras?
De un modo cada vez más extendido, en múltiples culturas, el auto es símbolo de poder y se asocia a una estética del éxito. Ciudades como Beirut, con cortes de luz y agua diarios poseen una de las tasas más elevadas del mundo de coches de lujo por metro cuadrado. Ningún futbolista que se precie utilizaría jamás un utilitario. No se puede triunfar sin un buen bólido, mejor cuanto más grande, con tracción a todas las ruedas posibles. El coche morirá sin haber pisado jamás un camino de tierra. Como en la peor arquitectura reciente el tamaño sí importa, la lógica, no.
Sería fácil alegar que poseer un coche es una decisión personal, libre, y es cierto, nada se puede objetar. El problema es lo insolidario de un elemento con lo común, ocupando el espacio cívico de todos e imponiendo reglas propias, deteriorando el espacio social.
Los cálculos están hechos hace mucho; cada coche usurpa el lugar de un buen número de personas, así están diseñadas las calles. Sin embargo la mayoría de los trayectos se realizan, en perfecta caricatura de la sociedad actual, en solitario. Una persona vale más que quince, si estas van caminando. Todo se modula en función de la máquina, calles, aparcamientos, rampas, espacios libres, una máquina que para ser un camino hacia la libertad individual, cercena la de todos para concedérsela a unos pocos. No hay ninguna ciudad que sea mejor gracias al coche, ningún lugar que recordemos como esas atmósferas que define tan bien Peter Zumthor, donde la presencia del coche contribuya a cualificarla positivamente, a agrandarla en sus virtudes.
Quizá en las road movies estadounidenses, quizá en el final de Thelma y Louise; mientras tanto algunas ciudades pugnan por hacer desaparecer los automóviles de su espacio público y otras demuestran, con su presencia y concesiones, que el coche es el mejor indicador del subdesarrollo urbano.
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